Dioses sociales


Nunca ha sido bueno ver el mundo por un agujero, que decían nuestros abuelos. A mí, al menos no me lo parece, y como quiera que siempre me fascinó aquella frase de Baroja de que el nacionalismo se olvida viajando, me molestan (más que preocuparme, para que nos vamos a engañar) ciertos hábitos y comportamientos derivados del uso de las redes sociales, cuya participación ya no es minoritaria en este país. Se calcula que en España hay unos 25 millones de internautas y que alrededor de 20 millones son usuarios de redes sociales, principalmente Facebook, que oficialmente contaba el año pasado con 15 millones. La política de Twitter es no facilitar datos de los suyos, pero se estima que podrían rondar los 5 millones. En cualquier caso, el número de seguidores ‘practicantes’ iguala ya al de las religiones más poderosas.

Las redes sociales se han convertido en mucho casos en una cuestión de fe y cientos de gurús de tecla fácil llenan páginas hablando sobre sus bondades y presentándolas ante sus seguidores como la ‘quintaesencia’ de la democracia, la fusta del corrompido poder. Y los periodistas nos hemos convertido en sus principales valedores. La utilidad de las redes sociales como herramienta de comunicación y marketing se ha visto sobredimensionada y está engordando el ego de los periodistas, de los culos dormidos a los que el teléfono primero e Internet después sentó nuestros feos traseros en el asiento y nos hizo olvidar que la noticia se produce lejos de los márgenes de la pequeña pantalla. Los periodistas de hoy en día ya no nos encontramos las noticias por la calle, sino en nuestros ordenadores. Y eso es ver el mundo por un agujero muy pequeño.

Ya no buscamos lectores, sino seguidores. Facebook, y principalmente Twitter, se han convertido en una escuela de estúpidos egos en el que todo el mundo compite por ser el primero en todo hasta el punto de que la verdad es secundaria a la hora de divulgar una noticia. La obsesión de la noticia al instante, del hecho en vivo nos ha convertido en las marionetas que somos ahora y nos aleja de la crónica de nuestro tiempo, que echaremos en falta en los años venideros. Y mientras sigamos mirando el mundo por un agujero nos perderemos el olor, el sabor de la realidad, hasta que un buen día alguien se dé cuenta de que está leyendo historias muertas, páginas y páginas de esquelas, y tenga que salir a la calle después de leer el periódico a preguntar: ¿qué ha pasado?

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