Mister Scrooge y la Navidad


Tiene un tono gris esta Navidad de 2010 en Jaén. Y no es que mire yo con tristeza daltónica esta fiesta cuyo espíritu siempre me posee como a Mister Scrooge después de recibir la visita de los tres fantasmas navideños; tiene la ciudad esa atmósfera caótica y decadente de ‘Blade Runner’ o de la Barcelona que ha retratado Alejandro González Iñárritu en ‘Biutiful’. Los 400.000 euros de bombillas no han conseguido que se disipe la niebla triste que arropa Jaén. Ni siquiera el mercado navideño con belenes y figuras o las zambombas de la calle Pescadería alejan la sensación de tristeza. Aún no he visto la calle ebria de empleados que se resisten a poner punto y final a la cena de Navidad de la empresa balando ‘Pero mira como beben los peces en el río’, ni grupos de niños en los barrios pidiendo el aguinaldo, o tirando petardos por las esquinas; ni siquiera Papa Noel se ha pasado por algún centro comercial con su engolada risa nórdica, queriendo imponer su jo, jo, jo a quienes siempre hemos sido de ji, ji, ji. Tampoco las trasnochadas propuestas de cambiar el árbol de Navidad por acebuches despiertan ya ni la sonrisa de los tristes vecinos de esta ciudad lacia y apesadumbrada. Es como si los raíles del tranvía o el granito gris de la plaza de Santa María hubieran traído brisas heladas del norte y dejado a Jaén con menos espíritu navideño que un pavo el 24 de diciembre. Realmente no lo sé. Tal vez tenga algo que ver que hay más de 10.000 parados en la ciudad (más de cuatro millones en España) que no tienen muchas ganas de comer turrón o de frotar botellas vacías. O que estén un poco tristes porque van a tener que esperar dos años más para jubilarse mientras los ex diputados sólo necesitan haber cotizado 11 años para cobrar la pensión máxima, que es de 2.466 euros al mes y 14 pagas, mientras que los funcionarios de Jaén van a perder 18 millones de euros en recortes de su paga extra de Navidad; o que el precio del aceite haga que la mayoría de los olivares sean deficitarios y haya sinvergüenzas que, encima, vendan aceite lampante como virgen extra. Tal vez tenga algo que ver todo esto. En cualquier caso, feliz Navidad para todos. Bueno, no; bueno, sí, para todos.

¿Para qué hora tiene usted?

Tengo serias dudas sobre si mis visitas al médico de cabecera me resultan entrañables o irritantes. Creo que irritantes mientras se desarrollan y entrañables cuando las recuerdo y cuento. Me resulta irritante (sepan antes que mi nivel de irritabilidad es preocupantemente sensible) una vez que llegas a la sala de espera del médico y tras el correspondiente “Buenos días” sufrir el chequeo implacable de varios pares de ojos (generalmente con más de sesenta años cada uno) antes de preguntarte, sin que aún te hayas sentado: “¿Usted para qué hora tiene?”. Aunque en un principio te haces un poco el longuis, tras la insistencia del curioso enfermo respondes al tercer intento de forma seca y rotunda (advirtiendo que esa será tu última respuesta porque no buscas conversación): “10’25”. La réplica es automática: “Uff, pues acaba de entrar el de las 10”.
Cuando sale el agraciado, un tumulto de enfermitos, ávidos de diagnósticos, de recetas, de consuelo en fin, se amotina ante la puerta del médico, aunque saben perfectamente todos ellos a quién le toca entrar porque han memorizado la hora de cada uno. También saben que el médico llamará en voz alta al siguiente paciente (magnífico adjetivo para definir al usuario del SAS), pero eso no importa; si existe una posibilidad, por pequeña que sea, de saltarse algún turno, no perderán la ocasión. No falta nunca el que se queda en la puerta, de pie, respondiendo a cada una de las envenenadas demandas: “Yo sólo voy a hacerle una pregunta”. Irritante es también, mientras que intentas leer, escuchar dos conversaciones telefónicas, que superan los decibelios que dicta el pudor, otra ‘in situ’ sobre la nueras de hoy, que no atienden ‘como Dios manda’ a sus hijos y la música que el “puberto” que está sentado a tu lado tiene puesta en sus auriculares, que te hace pensar que tal vez el niño esté allí por problemas auditivos, por no hablar del discutible gusto musical.
Luego, sin embargo, ya en la calle, piensas que es entrañable todo ese ritual, todas esas preguntas, toda esa prisa, toda esa necesidad de comunicación, sencilla, natural. Afortunadamente dura poco y gana la batalla la irritación.