La infeliz diferencia

A los hijos de Carlos y Ana les gusta ‘La Oreja de Van Gogh’, jugar a la ‘play’ y escuchar música en un reproductor de ‘mp3’ con la forma del escudo del Real Madrid, aunque los padres siempre fueron del Barça y desde muy pequeños martillearon sus oídos con el mejor rock and roll, pop, blues, jazz y la Traviata en la inolvidable voz de María Callas. Pero a ellos, ya les digo, les va ‘La Oreja’. Y poco se puede hacer por el momento. A los hijos de Juan de Dios y Trinidad también les gusta el grupo del apéndice perdido por el pintor flamenco y a poco que se descuida el padre quitan a ‘El Barrio’ en el puesto del mercadillo los fines de semana que le echan una mano a sus padres para escuchar sus pegadizas canciones y melosos estribillos.Aunque todos ellos han tenido una educación distinta y vienen de distintas culturas (si me permiten que califique así a payos y gitanos, por poner un ejemplo) se da la circunstancia, cada vez más, de que todos los adolescentes participan de una homogeneidad, globalización, mimetismo (llámenlo como quieran) que perfila en sus personalidades cada vez más coincidencias que los alejan de la diferencia. Caminamos hacia una ‘culturilla’ universal que convierte ya en bichos raros a aquellos jóvenes que dejan aparcado el videojuego y lo sistituyen por un libro, un ajedrez o una tarde de cine con los amigos. Poco a poco se ha ido imponiendo una uniformidad inconsciente, impuesta y aceptada que recuerda al ahora visionario libro de Aldous Huxley “Un mundo feliz”. ¿Recuerdan? La novela describía una dictadura perfecta que tendría la apariencia de una democracia, una cárcel sin muros en la cual los prisioneros no querían evadirse. Un sistema de esclavitud impuesto por el sistema de consumo y el entretenimiento en el que los niños eran concebidos en probetas y alterados genéticamente para pertenecer a una de las cinco categorías de población: los Alpha (la élite), los Beta (ejecutantes), los Gamma (empleados) y los Delta y Epsilon (destinados a trabajos arduos). Da miedo pensar que ni siquiera ha pasado un siglo desde que en 1932 Huxley describiera su mundo feliz, para que su obra tenga tanta vigencia en la actualidad. ¡Y sin necesidad de concebir a los niños en probetas y alterarlos genéticamente! Una vez más la realidad supera la ficción.

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