Las dos orillas


De todos es bien sabido que no existe ningún río que atraviese la ciudad de Jaén de este a oeste o de norte a sur (a pesar de las últimas lluvias y de que algún laureado estudiante aún no haya acertado a descubrir algo más entre el botellón de la Renfe y Las Lagunillas). Sin embargo, Jaén cuenta desde hace algunos años con dos orillas bien diferenciadas.
Tiene Jaén una orilla amable y cálida que serpentea entre los meandros de su casco antiguo. Una orilla, que entre malogrados adoquines y acerados caprichosos, se muestra hospitalaria con sus gentes. Una orilla donde las plazas de antaño se han convertido en los nuevos mentideros que al abrigo de copas, cañas y tapas lanzan un brindis al sol.
Hay otra orilla postmoderna que se despeña hacia el cielo gris industrial con un gran parque donde juegan a ser felices los jóvenes amancebados y de la que no tengo ni puta idea de cómo definirla porque no la conozco.
Y como buena ciudad que se precie de tener dos orillas, también tiene a sus benditos que la frecuentan y que no quieren oír hablar de la otra. Los de la orilla vieja son poco dados a coches y otros artilugios de motor y se resisten a mojarse los pies para cruzar el río; ¡Paqué!, piensan. Viven lo más cerca posible del casco antiguo y se duermen con el sonido del carromato que recoge la basura por sus estrechas calles. Los de la nueva orilla... yo que sé, dormirán cuando cierre el Carrefour.
Y así es como se presenta el famosete siglo XXI para Jaén: con un sólo equipo de fútbol (menos mal), sus cervecicas, sus tapicas, sus cada vez menos cuestecicas, su San Lucas, su Virgen de la Capilla, las sardinicas de Santa Catalina y la noche de San Antón. Pero eso sí, con dos orillas bien distintas.
A que nos quitan lo bailao.

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