Aparte de que mi menguante masa gris ha
dejado de segregar la cantidades ingentes de melatonina que agitaban
mi culo en el pupitre, cada mañana, cuando el espejo se cruza con
mis cuarentonas pupilas me devuelve la ilusión de que apenas han
pasado los años. Y sí lo han hecho. Han caído veintitrés desde
que aquel niño asustado llegara por primera vez al instituto
Jabalcuz, con su profusa melena peinada con la raya en mitad de la
coronilla. Veintitrés años desde que comenzara la clase más
importante de mi vida, la que perfiló este carácter a veces
inquieto y contestatario, a veces dócil y sumiso; el mismo que labró
el vuestro, compañeros, y que hace unos días fluyó con virulencia
en la cita de antiguos alumnos, de pretéritos anhelos.
Es curioso cómo la memoria se empeña
en desterrar de forma caprichosa (quiero pensar) determinadas
vivencias, rostros, gestos, miradas, pechos y torsos que antes
inspiraban nuestras poluciones nocturnas. Tan curioso como la
inmediatez con que aquel sábado abrió el baúl de lo vivido, de lo
reído (nunca lo sufrido), de lo aprendido. No fui muy dado nunca a
remover el pasado ni a escriturar el futuro. Pero la cita, como
sacada de una película gringa de serie B, preparada con tanto cariño
por Mayca y Carlos Alberca, a los que todos deberíamos estar
agradecidos, (incluso los piquetes informativos más descontentos con
las formas que olvidaron que lo que importaba era el fondo) me
devolvió los días de rosas, “cuando éramos tan pobres y tan
felices” que dijo Hemingway.
Afloraron las canciones de Triana, la
guitarra ahora callada, el sincero y eterno cariño de mi Juanito,
las escapadas a beber litros en el Paso, las primeras caricias, el
despertar al húmedo y siempre acogedor sexo femenino, los partes de
faltas, aquel viaje a Italia en el que las hormonas ganaron la
batalla al mero interés turístico o la admiración o desprecio por
nuestros profesores. Finalmente el tiempo ataja las radicales
posturas de la adolescencia (¡maldita la hora!), pero aquella
promoción 86-90, aquel instituto no era más que el reflejo de la
sociedad que se extendía más allá de sus puertas. Aquellos
profesores a los que venerábamos o vejábamos verbalmente eran la
metáfora educativa de los primeros años de nuestra breve historia
democrática. Sinceramente fue reconfortante estar con Conejero
(perdona Miguel que use tu mote, pero no recuerdo tu apellido) tanto
como no ver la cara a otros pequeños dictadores de pupitre que
pululaban por los pasillos del Jabalcuz.
El resto fue lo hallado, lo vivido,
vuestras sonrisas, nuestros recuerdos. No es mala idea, Mayca,
despertar de vez en cuando el sincero cariño que nos condujo hasta
estos días y noches, a estos claros y oscuros.
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